El Comando Sur y la hegemonía yanqui

El Comando Sur refuerza las operaciones de saqueo de recursos naturales, de adecuación de bases militares, de logística para que el imperio no sufra ningún contratiempo entre sus subordinados. Seguimos agachados. Lamiendo sus botas.

Caricatura titulada “Vete, pequeñín, y no me molestes” aparecida en el New York World, en 1903, haciendo alusión a las negociaciones entre Estados Unidos y Colombia por los derechos del istmo de Panamá, donde Roosevelt es mostrado apuntando un cañón.

La Guerra de los Mil Días, aparte de producir muertos a granel y dejar al liberalismo en agonía, o muerto del todo, tuvo otra secuela de desgracia para Colombia: la separación de Panamá, aupada por los Estados Unidos, que para entonces ya era un país en expansión y con garras imperiales. Un día antes de que el istmo se declarara independiente, Washington envió una montonera de marines el 2 de noviembre de 1903 con el pretexto de defender el ferrocarril que unía los dos océanos, pero, en esencia, era para someter la renuencia e impedir que Bogotá sofocara el alzamiento.

El expansionismo de los Estados Unidos y las intrigas de la quebrada Compañía Nueva del Canal, de propiedad francesa, en una caricatura que ilustra los intereses que condujeron a la separación de Panamá de Colombia, ocurrida después de la Guerra de los Mil Días y en medio de un contexto de grave crisis económica.

Ese fue el origen del Comando Sur del ejército de Estados Unidos, una avanzada del imperialismo yanqui en América Latina, que se disfraza, según las circunstancias, con el ejercicio de “ayudas humanitarias”, de lucha contra el narcotráfico y otras poses, con utilería y vestuario, y que no son más que el perfeccionamiento de la coyunda sobre gobiernos y países.

Desde aquellas calendas, más bien nefastas, en América Latina se ha alimentado un sentimiento de resistencia frente a la injerencia estadounidense en los asuntos internos. Y se puede decir que del río Bravo a la Patagonia ha habido una histórica repulsa a tantas intervenciones de Washington, que pueden ir desde la oposición a invasiones de marines (como la de Santo Domingo), o al rechazo de su presencia en Bolivia para asesinar al Che Guevara, pasando por las protestas de trabajadores de la United Fruit Company en la zona bananera de Colombia, donde en 1928 hubo la pavorosa masacre de Ciénaga y alrededores.

Esto —y otras muchas cosas que quedan faltando— para decir que, mientras la historia también muestra a distintos gobiernos de estos breñales arrodillados ante el poder imperial, los pueblos han escrito heroicos expedientes de lucha contra el “yanqui ladrón”, como decía una canción. Por estos lares, habría que recordar, digamos, las intervenciones tremendas de Gaitán contra el oro yanqui, ante el que se prosternan las clases dominantes de países como Colombia, al tiempo que disparan contra los oprimidos.

Colombia ha tenido las dos caras: una, la de los gobiernos complacientes, lacayos y serviles frente a los intereses imperialistas estadounidenses; otra, la de los que se levantan contra los entrometimientos y abusos. Hay momentos épicos protagonizados, por ejemplo, por los trabajadores petroleros a través de la USO, o la de los estudiantes en distintos momentos de la historia, como las protestas nacionales ante la visita, en 1969, de Rockefeller.

El formidable movimiento estudiantil de 1971 se caracterizó por enarbolar las banderas del antiimperialismo y por desnudar las actitudes de obsecuencia del gobierno de turno (en aquellos días, de Misael Pastrana) frente a las imposiciones de la metrópoli. Luchaba entonces el estudiantado por una “cultura nacional, científica y de masas”.

Todas esas gestas, que revivían cada primero de mayo, fueron alimento para la resistencia de vastos sectores del pueblo colombiano contra la “penetración imperialista” y contra las políticas “vendepatrias” de los gobernantes. Hay que recordar, por ejemplo, cuando Clinton estuvo en Cartagena no solo bailando, con su rigidez de témpano, una puya sabanera, sino dando línea a los cipayos colombianos sobre el Plan Colombia (otra política imperial ataviada de “ayuda humanitaria” y cuyo diseño también fue del Comando Sur del ejército gringo). La gente se enardeció ante las medidas represivas del gobierno de otro Pastrana (país de delfines), que escondió pobres y gamines y sofocó a bala y con gases lacrimógenos los gritos de “abajo el imperialismo yanqui” de miles de manifestantes.

Después, los siguientes gobiernos siguieron prosternados, hasta pelárseles sus rodillas frente al “Tío Sam”. Uribe, por ejemplo, uno de los más acuciosos lacayos de Washington, firmó un acuerdo para que Estados Unidos utilizara siete bases militares en el país (entre ellas, las de Tolemaida, Bahía Málaga y Palanquero). Y, hasta hoy, los siguientes gobiernos han continuado con el humillante besamanos.

 

Las relaciones de sometimiento están al día, lo mismo que la dependencia económica establecida con los tratados de libre comercio, las imposiciones del FMI y el Banco Mundial, etc. No se siente, desde lo oficial, ninguna réplica, ni resistencia, ni una amonestación. Parece que las luchas populares de vieja data, en las que una de las características clave era la vocación antiimperialista, hubieran sido ignoradas hoy por quienes se suponía estaban prestos a repudiar la presencia impositiva yanqui.

Qué va. Llegó la generala Laura Jane Richardson, comandante del Comando Sur del ejército de Estados Unidos, y no se sintió ni siquiera una gritería de disturbio. El Comando Sur es, como se sabe, otra más de las herramientas de Washington para proseguir y perfeccionar su hegemonía en América Latina. Claro, suele echar mano de la apariencia, de los matices y el eufemismo, porque las invasiones son de otra naturaleza, no con los marines (reemplazados por mercenarios).

El Comando Sur refuerza las operaciones de saqueo de recursos naturales, de adecuación de bases militares, de logística para que el imperio no sufra ningún contratiempo entre sus subordinados. Seguimos agachados. Lamiendo sus botas.

Reinaldo Spitaletta para la Pluma

Editado por María Piedad Ossaba