Gobierno y poder

De momento nada indica que los centros de pensamiento de la gran burguesía se decidan por una u otra alternativa. De todas maneras, si los acontecimientos agravan la crisis en sus diversas formas, siempre queda la salida extrema del fascismo. Un fascismo que resulta tan natural a la misma naturaleza del sistema; un fascismo que nunca desapareció y que ahora renace como alternativa, con otras palabras pero con el mismo espíritu de siempre, negando los principios más caros de la tradición humanista.

Ganar el gobierno no supone alcanzar el poder, al menos en sus formas más decisivas. El gobierno funciona en base a la armonía entre los llamados tres poderes públicos -ejecutivo, legislativo y judicial- que tienen ciertamente ciertos poderes, pero bastante limitados. Primero, limitados por su misma naturaleza de instrumentos del sistema y luego- como sucede ahora- por un deterioro que les resta mucha legitimidad (apoyo social) aunque se mantenga su forma legal.

El poder, en sus formas decisivas reposa sin duda en el capital como fundamento del orden social, esto es, en la propiedad de los medios de producción (en sus múltiples formas) que decide en última instancia el poder real; el gobierno y la actividad política en general constituyen solo la gestión que, se supone, debe asegurar el buen funcionamiento del orden social. Los instrumentos del poder para tal fin son muchos, y van desde las formas legales que se imponen (pacíficamente o de forma violenta, según se requiera) hasta mecanismos mucho más sutiles que buscan asegurar la obediencia al menos de una mayoría suficiente que haga posible la legitimidad.

Para asegurar la legitimidad- un consenso social favorable- juega un papel central la cultura en todas sus formas -así ha sido siempre-, basta recordar el rol de la religión como sustento del régimen feudal, no menos que del mismo capitalismo. Ahora, los instrumentos para asegurar ese respaldo suficiente al orden social lo aseguran (o lo buscan) la educación, los medios de comunicación, el pensamiento mágico (la religión) y otros similares que sustentan la visión del orden burgués como «natural» y condenan cualquier alternativa de cambio como aventura peligrosa, ya sea por inaplicable o por muy costosa (su forma de condena racional) o sencillamente porque resulta ser una inspiración demoníaca (su forma irracional). En ambos casos, se justifica el orden social vigente entonces como una especie de mandato divino o ley natural.

La crisis actual del sistema capitalista que afecta de lleno su legitimidad se produce no solo por las fluctuaciones estructurales propias de la economía (ascenso, equilibrio y caída) que el modelo neoliberal no ha hecho más que agudizar (aunque prometió terminarlas), sino también por el deterioro grave de los llamados «tres poderes», que se expresan en la enorme debilidad de los gobiernos.

El poder básico, la gran burguesía parece no decidirse entre un retorno a alguna forma de keynesianismo para calmar el malestar general de la población manteniendo en lo fundamental el modelo neoliberal con pequeños cambios (que parece ser la posición aún dominante en la clase dirigente) o llevar el neoliberalismo a sus extremos aunque para ello tenga que darle mayores espacios (sin excluir el mismo gobierno) a la extrema derecha que en el fondo no es otra cosa que el moderno fascismo.

No faltan pensadores sensatos que indican a la gran burguesía el riesgo de no tomar una decisión a tiempo. Esa suerte de indecisión, con los riesgos que conlleva, se podría entender porque no se ve un peligro inminente para el sistema. De hecho, aunque el descontento social se ha generalizado las alternativas de las organizaciones políticas y sociales de la izquierda arrastran su propia crisis.

El fin del denominado «socialismo realmente existente» produjo casi la desaparición de los partidos comunistas, mientras la claudicación casi total de la socialdemocracia ante el neoliberalismo acabó hundiendo las alternativas reales de esos partidos y en general de casi todas las organizaciones populares, de suerte que la izquierda tradicional dejó de ser un peligro para el sistema. Las manifestaciones políticas nuevas no parecen estar en condiciones de ofrecer alternativas sólidas -y al igual que la burguesía- parecen oscilar entre una fuerza que protesta pero solo para recuperar algo de lo perdido (el estado del bienestar, por ejemplo), y en el mejor de los casos para intentar formular reformas que sirvan de punto de partida de cara a la futura construcción de un orden social nuevo.

El poder real, en pocas palabras, solo se ve afectado como resultado de la crisis del sistema, tan propia de su propia naturaleza; no se siente amenazado por una fuerza social que lo ponga en peligro inmediato.

En ninguna parte hay una revolución en marcha que amenace la esencia del orden social; en todo caso sería en la periferia -en el mundo pobre- , haciendo buena la afirmación clásica según la cual «la cadena se rompe por su eslabón más débil». La mayor preocupación de la burguesía se reduce a encontrar soluciones al orden político, a las formas de gobernar, tan sometidas hoy a enormes desafíos por su pérdida de legitimidad, que es condición indispensable para asegurar el funcionamiento pacífico del sistema. De ahí su dilema entre volver a alguna forma de keynesianismo o sencillamente apostar por profundizar el neoliberalismo que es la propuesta de la extrema derecha (la tradicional y la nueva).

De momento nada indica que los centros de pensamiento de la gran burguesía se decidan por una u otra alternativa. De todas maneras, si los acontecimientos agravan la crisis en sus diversas formas, siempre queda la salida extrema del fascismo. Un fascismo que resulta tan natural a la misma naturaleza del sistema; un fascismo que nunca desapareció y que ahora renace como alternativa, con otras palabras pero con el mismo espíritu de siempre, negando los principios más caros de la tradición humanista.

Resulta destacable que ninguna de las expresiones de la actual extrema derecha ponga en duda las bases del capitalismo, las relaciones de propiedad. Todo lo contrario.

Juan Diego García Para La Pluma, 29 de junio de 2024

Editado por María Piedad Ossaba