Hay muchas maneras de jugar a la pelota. Existe el formato del potero que se caracteriza por su noción de esquina. En ese deporte, los arcos se disponen con bolsos, con buzos o con zapatillas. Cualquier cosa sirve para imaginar postes verticales que sostendrán travesaños donde se discutirán goles al ángulo.
En ese fulbo de rodillas raspadas con costras y pequeñas hileras de sangre, los goles se suelen teñir de anocheceres y de barrios de luces exiguas. En ese jugo hay decenas de goles porque es un partido sin tiempo preciso de finalización. Quienes participan de los partidos no son jugadores: son hermanos, primos, compañeros o colados insignes.
En esa comarca del tiempo, muchos de nosotrxs aprendimos lo mejor de lo que somos: la amistad, los códigos de solidaridad, la defensa del más débil, el aguante estoico de la derrota, la rebeldía contra los poderosos, la lesión de herida perpetua y –sobre todo– la admiración por la belleza estilizada e ingrávida de la habilidad psicomotriz.
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Ese fue el origen. Pero después sobrevino otra cosa que hoy cotiza en bolsa. Uno que se juega en perimetrales cerrados con líneas de cal precisas, riego semanal y personal de maestranza. Uno que tiene camisetas estampadas que hacen juego con las medias y los pantalones y que rotulan dobles apellidos en la espalda. Una actividad de esparcimiento que se desarrolla con la lógica de la racionalidad corporativa, en formato de tasas de interés y en vestuarios con sauna y baño turco.
En esos espacios se congregan –con una cuadrícula medida de espacio plano y parejo–, aquellos que vociferan sus grotescas proezas goleadoras, sus mesas de café con servidumbre, su alegato engolado de caza de brujas. Ahí, en la ruta que va desde la mansión a la entrada del country (siempre con aspiración residencial) se escucha el chillido individual, sin eco colectivo, de un grito ganador desfigurado por una dramatización impostada.
Un esmero por fuera del juego: la comprobación de una experiencia de socialización imbricada con el poder. Una mecánica matricial de ganadores y perdedores. Una búsqueda por someter, humillar y destruir al otro. En síntesis: prácticas extrañas a la pasión lúdica de la reciprocidad, la risa, el compañerismo, el festejo y el abrazo.
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El fiscal Diego Luciani y el juez Rodrigo Giménez Uriburu ejercitan el rol tribunalicio y lúgubre que alguna vez describió Franz Kafka. La sinrazón convertida en lógica de persecución. La burocracia del hostigamiento dispuesto para anular cualquier desobediencia: la doctrina que permite dictaminar la condena escolástica de cualquier aluvión zoológico. La magistratura regulada para desanimar a los humildes, a los trabajadores, a los precarizados, y a la vez aislarlos y/o separarlos de sus posibles referencias políticas.
En Las Brujas de Salem, Arthur Miller escribe una frase que explica el léxico de un vestuario cómplice conformado por fiscales y jueces cambiemitas: “puede hacerse evidente la necesidad del Diablo como arma. Un arma ideada y utilizada una y otra vez, en toda época, para obligar a los hombres a someterse…” Demonizar para aterrorizar. Estigmatizar para incitar al odio. Mancillar para cosificar y proscribir.
Este es el objetivo de un Grupo de Tareas que toma la posta de los genocidas del último cuarto de siglo pasado. Antes era la tortura y la picana. Hoy los dictámenes en conjunción con titulares de propaganda mediáticos. Esa es la misión regada por dineros corporativos y sugerencias salidas de Embajadas extranjeras. Ese es el cometido de una derecha fascista, unida para impedir –otra vez– la democratización del poder, la riqueza y la renta.
El partido, sin embargo, tiene la duración que todas las revanchas autorizan. Y quienes jugamos alguna vez en los adoquines unidos por el barro prodigioso –sustancia de la que nació la vida– nunca supimos arrugar en las difíciles. Cuando la busquen a ella tendrán que pasar por sobre nostroxs.